Por: Carlos Lazo.
Tomado de Cubadebate.
Cuando yo era niño, pasaba las vacaciones en el campo. Era como salir del bullicio de la ciudad y transportarme a un cuento de hadas, en la campiña cubana. Llegaba el mes de julio—principios de la década del 70— y yo, con seis o siete años de edad, viajaba de “la capital” a San Diego de los Baños. Mi madre me mandaba con mi tía-abuela Victoria, una versión guajira del hada madrina.
Tía Victoria vivía allí; en medio de unas arboledas de mango, en un bohío con techo de guano. A lo lejos, se veía el verde oscuro de la serranía pinareña. No había refrigerador ni electricidad. De un pozo cercano se traía el agua. Tenían una tinaja con una piedra que filtraba el precioso líquido. Tac, tac, tac, gotica a gotica, se llenaba aquel tinajón. Han pasado cinco décadas y he viajado medio mundo. Pero en ningún lugar he bebido otra vez un agua tan fresca y milagrosa como aquella.
Tía vivía con Marta, su hija. Por aquella época Marta era treintona. Mi prima era la farmacéutica del pueblo. Era lindísima. Aquella hija de campesina, que se había hecho doctora en farmacéutica, era el orgullo, no solo de su familia, sino de los pueblerinos de San Diego. En mi mente de niño, aquella trigueña alta y educada, desentonaba allí. Entre tanta pobreza, aquella beldad culta, parecía fuera de lugar.
El verano pasaba volando. Yo, vigilaba las gallinas ponedoras y acopiaba huevos. También acompañaba a tía a casa de otros campesinos. Íbamos a “forrajear”. Visitábamos a los guajiros de aquellos campos buscando los alimentos que yo me llevaría de regreso a La Habana. Yo llevaba, como trueque, unas botas de trabajo o unas camisas de kaki. Tía era la que negociaba. ¿Un par de botas?: Un quintal de malanga. ¿Una camisa de trabajo?: Unas libras de frijoles negros. Y así...
Me acuerdo hasta del “Bum” que hacían los mangos bizcochuelos cuando caían de la mata. Tía me decía: “Mi'jito, tráelo antes que lo cojan los bichos”. Yo tomaba la fruta magullada y tía siempre le daba buen uso. Hacía unas conservas pa’ chuparse los dedos. El color de la pulpa del mango, amarillo, casi rojizo, se parecía a las yemas de huevo. Tía Victoria me servía el almuerzo: “¡Harina de maíz con huevito criollo frito!”. Yo, como en un ritual sagrado, rompía la yemita de anaranjado intenso y la mezclaba con la harina de maíz humeante. “Tía, ¿las gallinas comen mango?” preguntaba yo. “Las gallinas comen de to’ mi'jo”. Decía ella sonriendo.
Al final de las vacaciones, yo regresaba a La Habana cargado de “tesoros”: Pomos de mermelada de mango, malanga, arroz de la tierra, frijoles negros, harina de maíz y docenas de huevitos criollos. Cuando se abrían aquellos paquetes en mi casa, era como si hubieran llegado los reyes magos.
Tía murió hace muchos años. Mi madre también. De todos ellos, solo queda Marta que vive en Cuba y es viejita (como tía Victoria entonces). Mi prima Marta, bella en la lejanía de los años, y que parecía fuera de lugar en aquella choza humilde. ¡Pero no! Ahora me doy cuenta que no había pobreza allí. Aquella fue la morada más hermosa y pródiga que yo haya visitado nunca.
¡No joda chico! ¿Cómo voy a pedir sanciones para esa gente? ¿Cómo olvidarme de aquella harina y del huevito frito? ¿Cómo bloquear recuerdos y hechos? ¿Cómo exigir embargos para San Diego de los Baños o para Cuba entera?
¿Para los que me amaron y me criaron? ¡Paz! Les debo lo que fui, lo que soy y seré. Ellos fueron los primeros que edificaron esos puentes. Hoy yo se los devuelvo.
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